martes, 30 de julio de 2013

Sentencia

Fotografía tomada de Internet

Ante las pruebas indiscutibles que han presentado contra mi. Debo aceptar señor juez y señores del jurado mi crimen: yo la amé. La amé y todos mis besos fueron en defensa propia. ¿Cómo no amarla, después de ver en su frágil y hermosa mirada, el espejo del universo?

Ella coleccionaba pequeñas máquinas de tiempo, relojes de sol y de estrellas, mientras que yo pasaba mis días catalogando atardeceres y elaborando informes de sueños y pesadillas. De vez en cuando me embriagaba de soledad  e imaginaba lágrimas tibias para dibujar melancolías en las tardes amarillas.

Ella vivía feliz, solo necesitaba de sus alas y su fe.
Yo no vivía feliz pero me había adaptado tan bien a las habitaciones vacías y los espejos opacos que mis conversaciones más profundas eran con alguna sombra despistada que se cruzaba conmigo, en el silencio de lo cotidiano.

Ella era un oasis, manantiales de alegría brotaban de sus labios. 
¿Cómo no amarla?
Ella era esperanza y risa, danza y sentimientos. ¿Cómo no amarla?

Cuando la conocí, yo había pasado del llanto a la música y esa noche escribí tres versos entusiasmados debajo de un árbol habitado por arañas azules.

Era inevitable amarla, fue un espontáneo nacimiento de galaxias que sucedió al mirarme en sus ojos.

Al principio, mis errores y miedos me limitaron a verla a lo lejos, como se admiran el mar y cielo cuando uno habita en el fondo de un abismo o en la cima de una montaña muy lejana de la playa. Sin embargo, con el paso de los días comprendí que a pesar de ocupar espacios diferentes de la misma dimensión, podría existir un vínculo entre nosotros y puse toda mi fe en ello.

De repente, la magia sucedió y el amor era esa tímida ave que se asoma al borde del nido y que es capaz de lanzarse al vacío, aún sin saber cómo volar. 

Es por eso señor juez y señores del jurado que me declaro inocente, pero acepto mi condena si algún día, al despertar de este sueño recurrente, sus ojos oceánicos son el único paisaje que pueden ver los míos.

Que ella cuando se entere, lea mis palabras y me comprenda.
Que ella acepte que mi sentencia sea amarla durante el resto de mis días.
Que ella acepte este crimen y me perdone los miles de besos que le envié mientras dormía.
Que ella, sonría en silencio cuando me pregunte si acaso estoy enviando jaurías de versos tras el dulce rastro de sus sueños.
Que ella, algún día, aunque yo ya no esté presente;
cuando despierte, murmure con los pétalos de sus labios el eco de esta sentencia y la música secreta de ésta poesía.


Michael David Durán